Todos los días, desayuno lo mismo. Es una rutina. Aunque
tenga mil cosas que hacer, aunque no tenga nada. Tanto si tengo tiempo como si
no. Es como si no tuviera elección.
Desayuno mi imagen en el espejo, o sin reflejo. Desayuno la
sonrisa amarga. Me devoro a mi misma desde dentro. Es mi pan de cada día.
Consiste en un gran vaso de lágrimas saladas que nunca se
han derramado. Una taza de sonrisa fácil y mirada inquieta. Una tostada de
desilusión untada de “¿Qué hago yo aquí?” y de “Me siento sola”. Dos trozos grandes de “No es importante” y de
“Pasará como todo” y termino llevándome el bocadillo relleno de dudas y
remordimientos.
Es mi desayuno, para poder levantarme de la cama cada
mañana. Aunque a veces me empacha más que otras…
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