Unos grandes ojos con una intensa mirada de profunda tristeza miraban, a través de la puerta medio abierta del pequeño armario, como su madre exhalaba su último aliento. Fue aquella escena la que dejó marcada a la niña de cabello castaño y piel blanca, casi enfermiza, era una niña menuda, de tristes ojos marrones y semblante serio. Nunca dijo nada sobre lo que había visto, de hecho nunca dijo gran cosa, tampoco tenía mucho que hablar. Era una niña sin amigos, solitaria y a penas giraba la cabeza cuando la llamaban, una criatura que prefería permanecer en casa leyendo a su corta edad, cuya inocencia había quedado tocada desde aquello, se sentía sola, su padre nunca la hacía caso y su hermano mayor solo la llamaba a gritos y le decía millones de palabras que no debería oír una niña de diez años. Realmente se podría decir que nadie le había querido nunca.
Ella siempre se había mantenido al margen de lo que ocurría a su alrededor, prefería la lluvia antes que el sol, prefería el frío frente al calor, nunca se había metido con nadie. Pero solo sus comienzos y su nombre sin significado alguno, elegido por poner alguno hacían notar que su vida no iba a ser aquél camino de pétalos de rosas que le correspondería a una niña de corazón, en principio, puro.
Una fría tarde de nublado cielo ella desapareció sin dejar rastro, pero a nadie pareció importarle, ya era hora de librarse de ella. La pobre muchacha confiaba en que su padre la vendría a buscar.
-¡Mi padre vendrá a buscarme!-Gritaba, pero aquél hombre de cabello rojo simplemente se reía de ella en su cara.
Disfrutaba de ver las pálidas mejillas enrojecidas y encharcadas, de su cara de puro terror y pánico, él muy sádico amaba su dolor.
-¿Es aquél?-Señaló y ella sonrió levemente al verlo. Su felicidad duró tan solo unos pocos segundos.
No le importaba, en aquél momento se dio cuenta de que había sido ese hombre al que llamaba padre el que había vendido su cuerpo, la había repudiado por unas míseras monedas de oro y le dolió, notó algo romperse dentro de ella y rompió a llorar, hasta que recibió el primer golpe, en el que sus lágrimas callaron silenciadas por los gritos del pelirrojo al que todos llamaban Ypsilon.
Cuando las manos la tomaron de los tobillos quiso luchar, desprenderse de él pero sirvió de bien poco, ella ya no tenía nada propio, ni si quiera su pureza, nada. Le arrebataron los recuerdos felices, a su madre y su vida, todo había sido quemado. No tuvo fuerzas para llorar después de aquello, se sentía débil, quería morir. Pensó que solo sería una vez, solamente una, no sabía en ese momento lo equivocada que estaba.
Todo tipo de gente compraba su cuerpo, mujeres y nobles poderosos, gente de alcance medio, todos eran aptos para probar su piel y ella no tenía voz, se le acalló después de los golpes y los mordiscos, de las largas sesiones donde solo podía cerrar los ojos y rezar por ayuda, esa ayuda que nunca llegó.
Odiaba, los odiaba a todos, a su padre y a su hermano al que vio un par de años después no haciendo otra cosa que requerir sus servicios, no le quedaban más lágrimas y en cuanto pudo corrió, huyó por aquel pasillo y sin pensar atravesó la ventana, sonrió, pensaba que todo había terminado. Ingenua, sobrevivió, no sabía como había sobrevivido pero el dolor en su cuerpo una vez sanadas las heridas se hizo palpable, de nuevo.
Lo siguiente fue la oportunidad de vengarse, aunque el dulce sabor de la victoria se fue como aquel instante de locura, el abrecartas golpeó el pecho del viejo que se mantenía debajo de ella, lo apuñaló múltiples veces hasta que la sangre dejó de brotar del decrépito cuerpo. Luego el puñal aún manchado de sangre cayó al suelo, y pensó “Dios mío, que hice…” Se estaba arrepintiendo de haberle arrebatado la vida. Aunque éste mereciese algo peor que ir al infierno.
Aquél acto le privó de la poca libertad que le quedaba, dejando que sus ojos no volviesen a ver la luz del sol hasta que alguien se la llevó con ella. Todo el proceso se repetía cada día, acostarse con él todas las noches le repugnaba, y ya no aguantaba, así que terminó por ahorcarse, durante ese segundo en el que el rubio apareció y le tendió la mano, recordó cuando intentó suicidarse en aquél habitáculo oscuro, escribiendo con su propia sangre en la sucia pared “Os voy a matar a todos”, aquello hizo que tomase la mano del rubio y que cayese al suelo.
-Hasta que cumpla su venganza, My Lady.-
Aquella noche, la mansión ardió con fuerza y ella por primera vez en su vida rió, viendo el sufrimiento de la que sería su primera víctima…
Ya lo leí cuando me lo paso, una sincera mejoria a lo que venia haciendo en cuanto a escritos largos.
ResponderEliminarPodrias hacerle segunda parte, explicando como ascendio a lo que fue despues, con lo de ilusionista de la reina.